Los festivales son algo más que citas de verano
Llega el verano y nombres como Primavera Sound, Sonar, FIB, Faraday, Pirineos Sur, Etnosur, La Mar de Músicas, Rock in Río, Veranos de la Villa, Grec, Monegros, Bilbao BBK Live, Santander Music, East Ender, DCode Fest, PopArb, Creamfields, Enclave de Agua, Sonorama o Jazzaldia, nos acompañan. Son algunos de los nombres más conocidos de los festivales que inundan nuestro verano musical. En casi todas las provincias se realizan citas que trascienden a su propio territorio, algunas de ellas en provincias con muy escasa población, como Huesca, Burgos o Soria, acogiendo algunas de las propuestas más atractivas e innovadoras.
La crisis también ha afectado. Varios festivales se han quedado por el camino y la mayoría han visto disminuir sus presupuestos. Algunos utilizan esta denominación para camuflar las fiestas patronales o mayores, cambiando el nombre con el objetivo de dar un cierto toque de falsa modernidad. No hay que olvidar que en ocasiones se ha producido una evidente especulación musical, con contrataciones opacas y adjudicaciones poco transparentes, originando una nueva burbuja que se desinfla, dejando por el camino propuestas oportunistas y otras que poco tienen que ver con lo musical. Obligatorio mencionar iniciativas muy atractivas promovidas por instituciones –o con su ayuda– que los recortes han hecho desaparecer, sufren suspensiones temporales o se han reconvertido comercialmente.
La mayoría de los festivales realizan un trabajo que beneficia a la sociedad, apoyando iniciativas en marcha, incrementan el conocimiento territorial, difundiendo nuevas propuestas, creando riqueza de todo tipo. La relación con el territorio es esencial, la mejor manera para no realizar aventuras de difícil salida. Potenciar la diversidad es una de las características que define a los que cuentan con más prestigio, ya sea desde un ámbito muy concreto, el pop de Primavera Sound o plural de Pirineos Sur. Señas de identidad que los diferencia permitiendo la creación de arquitecturas comunes, complicidades muy diversas y concretas en cada caso.
El impacto económico es indudable. Pongo de referencia al festival que más conozco, Pirineos Sur. Un estudio de la Universidad de Zaragoza valora que la media que cada visitante gasta en la zona, el Valle de Tena, es de 100 euros; el año pasado tuvo cerca de 60.000 asistentes. La difusión mediática, con un 70% fuera de Aragón y una imagen positiva prácticamente unánime, triplica el coste del festival, una décima parte de la inversión de la Diputación Provincial de Huesca, organizadora del mismo, datos que evidencian que este tipo de apuestas son rentables económicamente, incluso desde planteamientos menos globales o convencionales.
La cultura supone un 4% de nuestro PIB. Las políticas de ajuste, según El País, pueden acarrear cerca de 60.000 despidos, apenas visibles al tratase de pequeñas empresas, trabajadores autónomos y del tercer sector, desapareciendo con ello las propuestas más innovadoras, reduciéndose las mismas a su faceta más comercial, al ocio y al entretenimiento fácil.
Un sector que se reconvierte ante unos gobernantes que no entienden –no todos– el valor que supone su apoyo. Los festivales son solo un ejemplo, como también propuestas realizadas en común, compartidas, como el reciente festival Low Cost celebrado en el espacio autogestionado Campo de Cebada en el centro de Madrid. Quince días de música, cine, teatro, comedia y debates con entrada libre. Propuestas de calidad e innovadoras que son una alternativa a las comerciales que protagonizan las noches del verano madrileño. Una iniciativa emprendida por el multifacético Pedro Herrero digna de aplauso y reconocimiento, como otras que tienen un valor innegable y un compromiso que dan más valor a lo cultural, recobrando el sentido y el papel que la cultura debe tener y su implicación con la sociedad.
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