La historia canallesca de la Guerra de Las Malvinas ve la luz, por Alberto Azcárate
Texto de Alberto Azcárate (General Villegas - Argentina)
Escritor, articulista en medios digitales, activista de Ganemos Madrid.
Acaba de darse a conocer el testimonio de
Sidney Edwards, oficial de la inteligencia británica, según el cual, sin la
colaboración directa de la dictadura de Pinochet, no habría sido posible el
triunfo británico en la guerra de Las Malvinas (Falklands para los ingleses).
Lejos de nuestra intención promover cualquier
disputa en clave patriótica. Nos es ajeno ese fervor; compartimos con el escritor
–precisamente británico- Samuel Johnson (1709-1784) la afirmación de que “la
patria es el último refugio de un canalla”. Los patriotas, militares o no, juegan a la guerra y los muertos los
ponemos nosotros.
Dos canallas, ambos generales, y sus séquitos se empeñaron –y nos involucraron-
en esta disputa patriótica que nunca
debería haber ocurrido. Por una parte, Leopoldo Fortunato Galtieri, continuador
de la dictadura de Videla, vio la ocasión de recomponer el mellado prestigio de
las fuerzas armadas argentinas por la consumación de la masacre masiva a la que
llamaron “guerra sucia”, que acarreó la muerte de varios miles de argentinos y
argentinas y la “desaparición” de alrededor de otros 30.000; aparte de los que
se marcharon del país. Para emprender la gesta en las remotas islas se sirvió
del pueril argumento sembrado durante largas décadas por libros de historia y plumíferos
más comprometidos con las abstracciones patrióticas que con los derechos de los
ciudadanos: “las Malvinas son argentinas”.
De la otra parte, Augusto Pinochet –“el
carnicero de Chile”- y su banda, responsables directos del golpe de 1973 que
acabó con el gobierno del presidente Salvador Allende y, de paso, con su vida;
hace poco se confirmó su asesinato y el desmentido del supuesto suicidio. A su
régimen también le cupo la proeza de cortar las manos y asesinar al cantautor
Víctor Jara, a Orlando Letelier y su esposa, en atentado con bomba cometido en
Washington, y el calvario de miles de chilenos y chilenas en el Estadio
Nacional, así como a masacrar a activistas obreros, estudiantiles y campesinos.
Estos patriotas argumentaban que los
–también patriotas- vecinos guardaban
afanes expansionistas. Como corresponde a la conocida naturaleza militar, ambas
versiones son ciertas y también falsas. Unos y otros pretendían justificar su
existencia en los afanes expansionistas del contrario a costa de algunos
kilómetros de territorio.
Las pérdidas materiales están a la vista: algunos
miles de argentinos y algunos cientos de británicos –todos soldados- ya no volvieron a sus hogares. Además de
toneladas de chatarra flotante y aérea sepultada para siempre en las gélidas
aguas de los mares del sur. Según el testimonio del oficial de inteligencia
inglés, los patriotas chilenos fueron
premiados con seis aviones de regalo y –lo que no confiesa el militar- el más
que probable premio “personal” a los más altos cargos involucrados en tan
importantes servicios prestados al imperialismo inglés, de larga y tenebrosa
tradición en el arte de expoliar las riquezas de las colonias y de aprovechar
sus fisuras para consumar negocios. Recordemos la infame Guerra de la Triple
Alianza, en la que la tríada formada por los ejércitos de Argentina, Brasil y
Uruguay, consumaron entre 1864 y 1870 un genocidio con el pueblo paraguayo.
Como telón de fondo, los intereses de dos imperios: Francia e Inglaterra. La
Banca Morgan se encargó de financiar a los ejércitos “ganadores”. Paraguay
hasta el día de hoy padece de déficit de población masculina, exterminada en
aquella gesta infame.
Del nefasto episodio conocido como Guerra de
las Islas Malvinas (Falklands para
Inglaterra), sólo vale la pena recordar dos testimonios; ambos se los debemos
al arte: el poema “Juan López y John Ward”, de Jorge Luis Borges, y la balada
“Sólo le pido a dios”; de León Gieco.
Alberto Azcárate
“Sólo le pido a dios” (León Gieco)
JUAN LÓPEZ Y JOHN WARD (Jorge Luis
Borges)
Les tocó en suerte una época extraña.
El planeta había sido parcelado en distintos países, cada
uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico,
de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de
aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los catógrafos,
auspiciaba las guerras.
López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil;
Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había
estudiado castellano para leer el Quijote.
El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido
revelado en una aula de la calle Viamonte.
Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a
cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada
uno, Abel.
Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los
conocen.
El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos
entender.
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