Repensando desde Malabo


A finales del año el Centro Cultural de España en Malabo me invitó a dar un taller sobre "La gestión de las músicas actuales". La experiencia fue muy interesante y el trato excelente. Poco tiempo después me pidieron un texto sobre aquel viaje para la revista Atanga, que edita del centro cultura. Acaba de salir. 

Aquí se puede descargar el número 11 íntegramente. Y a continuación el texto que me han publicado.

Me piden un breve relato sobre mi estancia en Malabo a finales del año pasado. Me centraré en el motivo de la visita obviando contextos colaterales que a nadie interesan.

Llegué a la ciudad procedente de Cartagena de Indias (Colombia) con una parada de apenas veinte horas en Madrid para cambiar de maleta, dormir en casa y una ducha. Intenté recordar qué conocía realmente de esta Guinea tan relacionada con nosotros. Prácticamente nada. Alguna noticia sobre su Presidente, la oposición, Amnistía Internacional, viajes de negocios por parte de políticos españoles en activo… Información irrisoria al tratarse de un país que hasta hace poco formaba parte de una historia común.

La memoria me falla y no logro recordar los nombres de aquellas provincias que formaron parte de nuestro territorio, igual que con el antiguo Sahara Occidental. Recurro, como no, a la Wikipedia para corregir la desmemoria, no solo la mía. En mi torno más cercano, ni una de las personas interrogadas recordaba las antiguas denominaciones. Gracias a la impagable biblioteca iniciada a principios de siglo por Jimmy Wales y Larry Sanger, la identificación sale a la luz: Río Muni y Fernando Poo. Me da pie a recordar un viaje Dakhla, antigua Villa Cisneros, hace unos años. En la ciudad desértica, muy cerca de Mauritania, donde los conflictos existen y se silencian sentí tristeza y amargura por el olvido de una parte de nuestra historia, de nuestra memoria por los habitantes de aquella ex provincia española en África.

Tengo la suerte de viajar con cierta frecuencia a Latinoamérica. Siempre me sorprende el poco cuidado que prestamos a territorios que durante siglos contaron con nuestra administración. No conocemos sus realidades, historias, costumbres y culturas. ¿Nos avergonzamos de un pasado que no nos atrevemos a recordar? No dejo de preguntarme qué papel juega la cultura en este engranaje desengranado. ¿Qué responsabilidad tenemos los que trabajamos en ella?


¿Guinea? ¿“Nuestra Guinea”?

Me acuerdo de Las Hijas del Sol, dúo que un día descubrimos en una sala El Sol madrileña, a las que tuvimos que acompañar en varios momentos para regular su situación residencial en Madrid. De Baron Ya Búk-lu músico vecino de la localidad de Leganés y de Yolanda Eyama, cuyo disco me acababa de llegar para hacer la reseña correspondiente para el Dario Vasco. Recuerdo que la cantante de Freedonia, uno de nuestros mejores grupos actuales, también es guineana.

Pocas, muy pocas, referencias para alguien que se dedica a la difusión de las mal llamadas músicas del mundo. Todas mis referencias musicales guineanas están ubicadas o relacionadas con Madrid. Mal, realmente mal. Caigo en lo mismo que critico, contradicción permanente. Músicas de procedencia local asimiladas para un consumo global en territorios donde no fueron originadas. Músicas adaptadas a la cultura pop con un claro interés comercial. El valor de las mismas se desnaturaliza buscando la mayor comercialización, cosa lógica por otra parte.

Me vienen a la cabeza nombres como Ry Cooder difundiendo a Flaco Giménez o Buenavista Social Club. A Peter Gabriel con Totó La Momposina o Ayub Ogada, Paul Simon con Ladysmith Black Mambazo o a mi admirado David Byrne con Tom Ze o Susana Baca. Entro en contradicción otra vez sobre si aquello que nos descubrieron era fruto de un interés real o solo un negocio. Un día blanco, otro negro, para acabar reconociendo que hay muchos grises. Al final no queda más remedio que asumir que eso de las músicas del mundo es solo una etiqueta lucrativa que en las tiendas de Londres incluye a Julio Iglesias, Ricky Martin, Olodum o Chango Spasiuk. Una simple estrategia de marketing, para diferenciar a unos, el pop angosajón, y a otros, el resto. Una calificación similar al mismo mundo, pero es este caso específicamente musical.


Me invitan al Centro Cultural Español en Malabo para hablar sobre La gestión de las músicas actuales, un manual escrito con cariño y vocación divulgativa. Me cuesta, lo reconozco a posteriori. Tengo que hacer una readaptación de lo que traía preparado. Siempre procuro actuar así. Intento adaptarme a la realidad de cada territorio. No es lo mismo Guatemala, que Nicaragua, Colombia que República Dominicana, Marruecos que Mozambique, Senegal que Guinea Ecuatorial. En esta ocasión me cuesta más. Tengo que hacer un esfuerzo extra. Seguramente para tranquilizar una posible conciencia neocolonizadora.

Desde que empecé a viajar he tenido costumbres similares cuando lo hago a un país desconocido. Visito alguna de sus iglesias, la estación de ferrocarril y devoro librerías y mercadillos. Intento viajar en transporte público y si puedo conducir, no dudo en tomar cualquier carretera y coger autoestopistas.

En Malabo esas viejas costumbres se fueron un poco al pairo. No visité la Catedral pero descubrí muchos carteles y panfletos de nuevos predicadores y congregaciones para mí desconocidas. A falta de ferrocarril paseé por las inmediaciones del puerto. Librerías solo encontré dos, una de ellas cerrada en el Centro Cultural Francés y en el Mercado Central no pudo comprar ni uno solo libro. Hasta en Myanmar me agencié de alguno aunque no entendía nada de lo que contenía. Me pude llevar algo impreso gracias a la gentileza de Pilar Sánchez, directora del CCEM.

¿Qué hacía allí hablando de la gestión de las músicas cuando el acceso a la información y a ciertos conocimientos básicos son tan débiles?, ¿con un internet no accesible para la mayoría? Dónde prima lo individual a lo colectivo para poder salir adelante con unos mínimos imprescindibles.

Podía repetir la línea argumental habitual, pero me iba a encontrar mal. Siempre comento que lo importante son los procesos y no los resultados. Intuía que no se podía esperar muchos de esto último, no había, o no veía, condiciones para ello. Como contrapartida sí entreveía a simple vista un núcleo humano muy interesante dispuesto a escuchar, reflexionar, debatir, trabajar en común. En ese pequeño grupo había que centrarse, sin obviar por supuesto a los asistentes ocasionales.

En la música hay dos aspiraciones indiscutibles; grabar y actuar. Hablamos de ello intentando adaptarlo a una coyuntura muy concreta: Malabo, diciembre de 2014.

Nuestro objetivo principal fue mostrar que todo proyecto cultural es colectivo y solo en común podemos sacarlo adelante y desarrollarlo. En un mundo tan competitivo como el musical solo la economía del conocimiento puede hacer posible que las ilusiones tengan alguna posibilidad de ver la luz o en su defecto contar con algún mecenas que las sufrague. Existen muchas herramientas que se pueden utilizar pero es preciso deshilar el discurso habitual sobre las bondades de la globalización cultural, teniendo presente que solo la diversidad y la pluralidad cultural lo harán posible y que las políticas de género son esenciales para lograrlo. Tener claro que a las grandes industrias solo le interesa aquello que pueda ser muy rentable económicamente, un papel que no es la aspiración de la mayoría de creadores e intérpretes que buscan fundamentalmente la sostenibilidad de sus iniciativas. Industrias que huyen de la transversalidad. La música en Guinea, y en otros muchos lugares, no se puede concebir sin poesía, danza, pintura, gastronomía… En este contexto es imprescindible revisar la propiedad intelectual. Hacer compatibles los derechos de autor y los de los usuarios.

La mayor fuerza es el talento y en ocasiones se nos olvida proteger algo tan valioso. Algo tan personal no se puede dejar en manos de máquinas y comercios incapaces de comprender la riqueza de cada singularidad. La escala que tiene la individualidad en los procesos colectivos, por tanto en los culturales y en los musicales. No es imposible. Es los pequeños territorios es mucho más viable pensar y discutir sobre cómo acceder y hacer sostenibles las pequeñas iniciativas. Conocimiento común y abierto. Las comunidades tradicionales lo han hecho durante siglos, no es nada novedoso, solo es preciso adaptarlo a los tiempos que corren. El derecho a la cultura como algo irrenunciable. El trabajo en red y redes creando herramientas para hacerlo factible.


En el encuentro en el CCEM se me hizo evidente que es imprescindible hacer una crítica profunda sobre lo que hemos hecho y como lo hemos realizado. La gestión cultural, nuestro trabajo, también debe ser objeto de reflexión. No podemos ser responsables de saqueo y expolios culturales justificados por una modernidad occidental trasnochada. En aquellas noches calurosas, con cervezas y repelente de mosquitos, se me olvidó tomar cualquier medida al respecto, fueron temas centrales de las conversaciones con Pilar Sánchez. Experiencias e ideas entendiendo la importancia de la pluralidad, pero también de la singularidad.

No tengo claro si los objetivos para los que fui convocado se cumplieron. Desde un punto de vista personal fue una experiencia absolutamente enriquecedora. Conocí a personas con una gran calidad humana. Dormí en la playa de Ureka. Me reafirme en lo que nos perdemos por no fijarnos en un pasado que nos une.

Profesionalmente volví a comprender la labor que hacen profesionales, becarios y voluntarios escasamente conocidos y valorados. Me reafirmé en la importancia de apostar por la diversidad en su sentido más amplio. Descubrí que la música guineana no es lo que escuchamos en Madrid, es la que desarrollan los bubis, fangs, ndowes, bisíos, ambos o kríos y que raramente podemos escuchar. Entendí que tenemos que estar con los ojos y oídos más abiertos que nunca si realmente pensamos que otro mundo es posible y que en todo ello las culturas, y la gestión de las mismas, tienen un papel determinante.

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