Bicentenarios y aniversarios (VI)
Cultura para la transformación, no solo para el consumo, ha favorecido la formación de gobiernos alternativos alejados de las formaciones políticas tradicionales. Una política donde lo local y lo autónomo tienen un papel determinante invitando a la participación colectiva y ciudadana, creando mecanismos y espacios para su realización.
Según publicaba el diario El País el pasado 1 de mayo, las aportaciones culturales a nuestro PIB suponen un 3%, si se añaden actividades vinculadas como el diseño y la publicidad se llegaría al 4%. Días después el Director de de Política e Industrias Culturales del Ministerio de Cultura, Guillermo Corral, elevaba a 5% esa aportación. Lejos del 7% de México o el 6% de Argentina o Brasil. No hay que dejarse engañar por la frialdad de unos datos que suelen centrarse en la labor de las grandes industrias del ocio y el entretenimiento, obviando el papel de miles de microempresas, de autoempleo, que generan y desarrollan muchas de las actividades más innovadoras representando, según la OCDE, entre el 60 y 70% del empleo cultural a nivel mundial y cerca del 95 de la estructura empresarial del sector.
Que nunca haya existido una política fiscal y económica sectorial que reconozca el papel de estos agentes tratados fiscalmente de igual manera que las grandes industrias del ocio, del entretenimiento o como cualquier otra actividad económica, pero sin tener posibilidad de acceder a las medidas de apoyo que están reciben, evidencia el desinterés real que hay por la cultura como fuerza productiva generadora de riqueza. No es solo una cuestión económica. La cultura es mucho más que lo que las instituciones y administraciones gestionan o disponen. Es mucho más que las directrices que dictan los responsables de industrias culturales. Más que las obras de los grandes creadores, ni la de los productores, ni de las sociedades de gestión. La cultura es un todo mucho amplio donde priman sentimientos y emociones. Una realidad, no estatal apenas visualizada.
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