Cultura: cuando los cambios son sinónimo de ilusión
Artículo de opinión publicado en La Marea
En los últimos días he tenido la oportunidad de participar en varios encuentros profesionales relacionados con el trabajo cultural. El primero sobre financiación de la cultura, el segundo sobre industrias culturales, el tercero sobre nuevos modelos de intervención, el cuarto con gestores musicales senegaleses en Dakar. El más reciente de todos sobre ciudades emocionales (Barcelona, Recife, Sao Paulo, Madrid) y entre medias he acudido a un par de reuniones de la Plataforma en Defensa de la Cultura celebradas en Madrid.
El horizonte es convulso, preocupante, inquietante pero
también esperanzador. Lo es en primer lugar por el panorama en el que nos encontramos. Por un lado, privatización
de buena parte de las infraestructuras culturales públicas o gestión en la
práctica privada de las mismas. Por otro, un debate tradicional que se
complejiza. A la postura de la cultura como derecho al que debe tener acceso
toda la población frente al modelo economicista-mercantil que poco tiene que
ver con la cultura y más con el entretenimiento -aunque políticos y economistas
lo metan en el mismo saco- le ha salido una tercera vía de debate: el procomún,
lo común, lo que es de todos y se debe así preservar. Existe desde el inicio de
los tiempos, pero que su arraigamiento urbano en grandes ciudades es novedoso.
Lo habitual era su ámbito rural; pastos comunales, bosques comunitarios, bancos
de pesca… pero, ¿cómo cuidamos en común lo que nos rodea como habitantes de
realidades urbanas?
En estos encuentros he visto axiomas diferentes. Por una
parte más de lo mismo: postulado conservador ante un futuro incierto y un
atrevimiento cada vez menos fugaz de aquellos que poco tienen que perder ya y
ven que la salida para seguir siendo actores de lo que les apasiona es
propiciar modelos de acción, colaboración, participación y encuentros
novedosos, ni siquiera radicales.
Según el Ministerio de
Cultura, Educación y Deportes, en un año han cerrado cerca de dos mil
empresas, perdiéndose más de veinticuatro mil empleos. Lo realmente
sorprendente es que mientras esto ocurre casi todos demanden una Ley de Mecenazgo, que beneficiaría a
grandes empresas y fundaciones, pero nadie plantee una Ley General de la Cultura, otra sobre su financiación y la
importancia de establecer una renta básica cultural para trabajadores y
trabajadoras del sector dada la singularidad laboral del mismo. Medida radical
con el objetivo de lograr una mínima seguridad económica para estos
trabajadores y trabajadoras, la mayoría autónomos o formando parte de mini
empresas, evitando exclusión social o el abandono de la profesión. Su buen
desarrollo normativo permitiría una mejor formación, nuevos servicios
comunitarios, creación de nuevas vías de financiación y una cierta manera de
recomposición sectorial y social.
Como ya indicaba hace unos días, el sector sigue inmerso en dinámicas
y debates que para nada se corresponden con la realidad actual, con la que se
avecina y mucho con la ya pasada. En la mayoría de los encuentros profesionales
se sigue mostrando a los defensores de la cultura libre, y de las licencias libres,
como tecnodelicuentes amigos de lo ajeno o como creadores estúpidos que regalan
sus obras. Mientras esto es lo habitual un alto cargo de la SGAE nos comenta que la Comisión Europea está a punto de dictar
una normativa para que las sociedades de gestión reconozcan los derechos -y sus
ingresos correspondientes- de los artistas que han decidido editar sus obras
con otro tipo de licencias. Mientras, en
Alemania surge la primera sociedad de gestión Cultural Commons Collecting Society para ediciones copyleft y las licencias Creative
Commons 4.0 ya están en marcha con una dimensión global traducidas a muchos
idiomas que seguramente revolucionará todavía más la edición cultural. Mientras
que España era hasta hace
relativamente poco el primer país del mundo con más obras registradas con
licencias libres, los que apuestan por ellas son ignorados en la mayoría de las
ocasiones por los grandes grupos de comunicación.
Como decía al empezar, hay una parte del panorama que es
convulso, preocupante e inquietante. Tiene que ver por un lado con la falta de
voluntad política y/o el desconocimiento de quienes tienen la responsabilidad
de legislar y por otro con cierta ignorancia y un notable temor de los más
tradicionales del sector que ven peligrar ciertos intereses que no tienen que
ser necesariamente económicos. Lo esperanzador es comprobar la incidencia que
los nuevos modelos colaborativos, cooperativos y de trabajo en red están
teniendo en el día a día.
Como siempre que los cambios vienen desde abajo, construyéndose
realidades desde la base y con las bases, los mismos son vistos con temor. El
fomento de nuevos marcos de colaboración que vayan más allá de los propios
territorios, fomenten la transversalidad y el aprendizaje colectivo cotidiano
son una oportunidad para un sector que debe reconsiderar mucho de lo realizado
en décadas para no caer en errores ya cometidos.
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