La pérdida de valor de la cultura

Cada vez parece más que evidente que no estamos ante una crisis económica, sino ante un problema de modelo. Los gobiernos se afanan en tomar medidas que no parecen surtir los resultados esperados a pesar de los esfuerzos con que lo intentan. Se trata de parches sin que nadie tenga la valentía de hacer una operación a corazón abierto que cambie y regenere totalmente nuestra realidad. Vamos hacia una Europa moribunda indiferente para el resto del planeta.


En épocas de recortes la cultura es siempre uno de los sectores más perjudicados, gobierne quien gobierne. Los profesionales nos quejamos de ello sin ser capaces de vislumbrar que buena parte de lo que acaece es consecuencia de nuestro comportamiento, del valor con la que la hemos tratado. Más que el valor su no valor.


Nunca la hemos planteado como un derecho irrenunciable, como la sanidad, la educación o las prestaciones sociales. En la mayoría de las ocasiones nos hemos dejado llevar por su versión más mercantilista, comercial e industrial. El ladrillazo cultural, nunca cuestionado, es un ejemplo de ello. Equipamientos faraónicos en beneficio de las grandes constructoras, sin prever su utilidad posterior y la asignación de los recursos humanos y materiales necesarios para poder desplegar su actividad. Lo mismo se puede decir de múltiples festivales surgidos tras el desplome de la burbuja inmobiliaria que solo buscaban el beneficio económico y no una labor cultural real. Ambos objetivos no tienen por qué ser incompatibles.


La promoción de una cultura exclusivamente generadora de beneficios económicos, a través de términos y modelos como industrias culturales y/o creativas, bendecidas por la Cumbre de Lisboa, debates sobre leyes como la Sinde, SOPA y ACTA o normativas promovidas por las sociedades de gestión de derechos, han generado más visibilidad cultural pero ha perdido valor al ser tratada como un producto económico más, lo que supone la crítica y el alejamiento de la ciudadanía que no entiende que la creación se reduzca a números, estadísticas y cuentas.


La cultura ha abandonado su valor crítico y con ello el cordón umbilical con la sociedad. El espacio, la nube, que denunciaba los abusos del poder, la desigualdad, la corrupción, la disminución de los derechos humanos o los recortes democráticos, han dado paso a un enfoque mercantil, perdiendo credibilidad y con ello el abandono de buena parte de la población.


Todos somos responsables. Hemos hecho tanto hincapié en su visión más economicista que nos ha devorado el espacio, el territorio y sobre todo el pensamiento. Debemos asumir la responsabilidad e intentar que vuelva a ocupar el lugar que le corresponde. Un cambio de pensamiento que modifique la relación y por lo tanto la intervención en la gestión cultural.


Es una responsabilidad social. La cultura son personas y pensamientos, no mercancías, ni materiales de usar y tirar. No podemos ser cómplices de su banalización. Es preciso reflexionar e intervenir. Creación y creadores son algunas de nuestras mejores materias primas. En plena crisis, países como Alemania, Francia o Noruega, los primeros con mayor deuda proporcional que nosotros, han aumentado sus presupuestos culturales, es coherente y lógico. Tienen perfectamente asumido que el control viene por las ideas y no por las armas o la industria. Estaría bien que aprendiéramos de ellos en ese sentido y no solamente en aquellas medidas que propugnan recortes y disminución de derechos fundamentales para nosotros, permitiendo que sus promotores tengan más privilegios y control.

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