Democracia autoritaria, NO GRACIAS

Artículo de opinión publicado en Estrella Digital:

Escribo esta nota la mañana del domingo 27 de mayo cuando se cumple un año de la puesta en marcha de las asambleas de barrios tras la Acampada Sol, los días posteriores al 15M de 2011. Los que estamos interesados en lo público, pero no involucrados en ninguna proposición concreta, sino más bien preocupados en la elaboración de proyectos colectivos, innovadores y participativos, tenemos la sensación de que vivimos en mundos diferentes a los que la mayoría de los medios de comunicación y la clase política nos muestran. Si estamos relacionados con la cultura y la cooperación internacional nuestra percepción se aleja todavía más, al tener enfoques y perspectivas muy plurales y diversas. Posiblemente estemos errando en nuestra visión, pero las miradas son cada vez más diferentes.
Viene esto a cuento por las pocas reflexiones publicadas sobre la deriva hacia una democracia autoritaria a donde nos dirigimos la mayoría de los países de Europa, por lo menos los del Sur. Nadie pone en duda la democracia parlamentaria, pero es indudable que no puede ser la coartada para la toma de medidas despóticas, justificándolas por el valor de los votos conseguidos. Las últimas declaraciones del ministro Wert sobre el plantón de los rectores van en esta línea, pero seguramente estas manifestaciones sean de las menos trascendentes.
Vivimos en una realidad cargada de despropósitos, en muchos casos con violencia explícita e implícita, que se justifica en la defensa de la legalidad constitucional. Legitimidad que no parece igual para todos. Los poderes públicos dividen a la ciudadanía en amigos y enemigos. A unos les permiten toda clase de atropellos, caso Bankia, donde no parece que vayan a ser juzgados ni investigados sus responsables, o la reciente manifestación fascista de Madrid, donde no solo había banderas preconstitucionales, sino también de las SS, sin que ninguna fuerza del orden interviniera ante las diferentes apologías que se mostraron en la misma. La marcha fue convocada para protestar por la toma de la final de la Copa del Rey por seguidores vascos y catalanes, por cierto ¿dónde estaban su Majestad, el Presidente del Gobierno, la Presidenta de la Comunidad o la Alcaldesa de la ciudad? La mayoría de los medios se indignaron por los abucheos al himno nacional en el Vicente Calderón, manteniendo un silencio significativo sobre la apología al nazismo en la concentración reseñada.
La represión casi diaria en barrios como Lavapiés y en plazas como la de Tirso de Molina, donde las redadas racistas son habituales como ha denunciado recientemente Amnistía Internacional o la violencia contra los más desprotegidos, como los desahuciados por la hipotecas de Bankia, contrasta con el trato exquisito que reciben los que se apropian o malversan los recursos ajenos, sumiendo al país en una crisis sin precedentes fruto de su voracidad y el silencio cómplice de los responsables institucionales. Contra ellos la justicia parece que nunca intervendrá. Hagan lo que hagan siempre mantendrán sus privilegios –y sueldos– sin asumir ninguna responsabilidad. Comportamiento desigual si se trata de amigos o enemigos.
Igual ocurre cuando se exige la documentación por parte de la policía a aquellas personas que quieren retirar su cuenta por ejemplo de Bankia o en la madrileña Puerta de Sol, donde las intimidaciones están a la orden del día, en ocasiones con multas y sanciones imposibles de pagar en la situación actual, buscando crear un miedo económico desmotivador. El delito: concentrarse para debatir cuestiones de interés general en el espacio público, un derecho constitucional que unos pueden ejercerlo sin trabas y otros tienen que ingeniárselas para superarlas. Concentraciones religiosas, milongas musicales, disidentes chinos, tibetanos o cubanos… no sufren amenazas. La diferencia: unos son enemigos, otros amigos.
La intimidación es violencia cuando es discriminatoria, realizándose en nombre de la democracia, criminalizando las disidencias. Tiene que ver con la globalización en la que estamos inmersos. Los poderes económicos han restringido la acción de la política y de los políticos. Mercados y mercaderes manipulan y deciden lo que se puede y debe hacer. Están presentes en consejos de administración y también en los de ministros, utilizan todos los mecanismos del Estado para mostrar un único lenguaje acallando cualquier crítica no institucionalizada. La política económica no es neutra. No se puede justificar diciendo que es la única posible, tampoco encubrir posibles estados de excepción, como antes lo fue la amenaza terrorista. El poder judicial no parece estar a la altura de lo que demanda la mayoría de la ciudadanía que ve con perplejidad sus últimos acontecimientos.
La institucionalización autoritaria a la que nos dirigimos puede ser amortiguada por la desobediencia de una ciudadanía harta de no ser tenida en cuenta, a la que se la exige lo que no se pide a los que nos gobiernan. Resistencia global ante autoritarismos y despotismos, desmontando el pensamiento único de la tecnocracia existente, poniendo en el centro del debate las políticas sociales y distributivas, donde los más pudientes aporten más, discutiendo democráticamente las prioridades de los recursos del Estado, donde el gasto social no se muestre como un derroche, creando valor ciudadano para volver a ser tratados todos por igual, recuperando principios democráticos que poco a poco se han ido devaluando, garantizando que el Estado de Derecho sea real y no un imaginario.
Una respuesta ciudadana contundente ante una democracia autoritaria promovida por intolerantes que se amparan en resultados electorales, justificando en ellos toda su acción, aunque lo que realizan no tenga nada que ver con lo que se comprometieron. Un programa electoral es un contrato entre candidato y ciudadano. Cuando el elegido hace justamente lo contrario de lo prometido, la única salida pacífica posible es la desobediencia activa, es lo que está haciendo parte de la ciudadanía, la que normalmente es presentada como la “enemiga”.

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